Érase una vez, en un castillo a las afueras de
Grotesburgo, vivía una princesa, paralítica, bruta y fea. Sus
sirvientes la odiaban porque dejaba baba por todo el castillo. Se
llamaba Horroricienta. Horroricienta vivió sola en el castillo hasta
que se murió de tristeza. El mismo día de su muerte los sirvientes
hicieron una fiesta, y al final se robaron todo, hasta la silla de
ruedas. Todos abandonaron el castillo y la propiedad
quedó sola y se hizo ruinas. Un día un Príncipe iba de paso en su
caballo y se sintió interesado por el castillo, averiguó con las
autoridades de Grotesburgo los pormenores de la propiedad, la
adquirió al instante y mientras inventariaban las antigüedades sin
valor que se encontraban en este, encontró en el sótano un retrato
de Horroricienta en la silla de ruedas. Se enamoró al instante, de
la silla de ruedas. En ese momento comenzó una búsqueda incansable
por este objeto que se había quedado con su corazón. Diez caza
recompensas entrenados buscaron por la comarca hasta que dieron con
ella. La encontraron, en muy buen estado, en la casa del encargado de
las alfombras del castillo, que la había utilizado para sacar
objetos de valor mientras lo saqueaban la noche de la bacanal. La
restauró, la protegió, y la utilizó con mucho amor. El príncipe
rodaba por el castillo como un niño jugando y su felicidad se
transmitía a todo aquel que lo conocía, todos querían trabajar con el príncipe feliz que rodaba a todos lados. Juntos, él y su silla,
vivieron felices para siempre. Fin.
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