Una canción.


Ella me pidió que le tocara algo, y claro, por qué no, era excelente compañía, la charla durante la comida había sido fluida, el sexo libre, ahora estábamos tirados hablando de música y ella quería escuchar como tocaba, si claro, por qué no. Armé el instrumento que todavía estaba guardado de la noche anterior, tudel, boquilla, la caña todavía nueva. Le pregunté si quería escuchar algo en particular y me dijo que le daba lo mismo, que no sabía. Agarré mi carpeta de partituras, siempre gigante y desordenada, es muy difícil tener las partituras ordenadas, por lo menos para mí, siempre están sueltas, mezcladas, se pierden entre ellas, abrí al azar la carpeta y saltó como una bofetada, un salto en agua fría o ambos al mismo tiempo, la canción de ella. Hace meses, tal vez hasta un año que no veía esa canción. La única canción que escribí completa, y la hice para ella, y ahora saltaba, con otra mujer desnuda en mi cama pidiéndome que tocara algo, y toda la información se me descargó de golpe. Ella no tenía copia de la canción, nunca me la pidió por escrito, nunca me pidió que la grabara, nunca me pidió que la tocara. Sostuve por un segundo la partitura y pensé en lo mucho que me costó escribirla, pensarla, trabajarla, las horas que pasé con mi profesor perfeccionando los tiempos, encontrando las notas, cuando la terminé el tiempo que pasé corrigiéndola, interpretando los movimientos de ella, su manera de ser, viendo si le había hecho justicia con lo que había escrito, con las notas que había escogido. Sostenía la única copia en mi mano, fue un regalo que di y quedó en la nada misma. Comprendí el nivel de amor que tenía que tener hacía una persona para hacer ese trabajo, me alegré de haberlo hecho. Puse la hoja de nuevo en el desorden y encontré algún standard que serviría para la ocasión. La toqué y después hice un poco lo mío, desorden, ambas cosas fueron bien recibidas. Dejé el instrumento y volví a la cama, abracé el cuerpo caliente, maravilloso, infinito, y supe que no la volvería ver.

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